Había pasado toda la mañana en el campo pendiente de Salerosa, porque no la
veía comer. Tal vez porque intuía lo que iba a suceder. Algunos se reían de que las llamara por sus nombres, pero para él
no eran sólo un medio de sustento sino parte de su vida, heredada de su padre: Sus vacas.
Al atardecer volvió con todas en fila, con ese andar que casi se le había
contagiado a Gonzalo, el vaquero
del pueblo. Ahora le quedaba comprobar, un día más, que Salerosa y las demás nunca fallaban: 15 cántaras.
Se marchó al mercado pensando en el precio al que las vendería. Tampoco era muy difícil: el mismo que el de los dos últimos años, porque tal y como estaban en el pueblo, no había manera de que pagaran más por la leche. Pero había que sumarle el IVA.
Se marchó al mercado pensando en el precio al que las vendería. Tampoco era muy difícil: el mismo que el de los dos últimos años, porque tal y como estaban en el pueblo, no había manera de que pagaran más por la leche. Pero había que sumarle el IVA.
La verdad es que él no entendía que tenía que ver el IVA con su leche, como
le confesaba en secreto a Salerosa cuando se tumbaba junto a ella oyéndola
rumiar, pero Luis -su primo con carrera- le había dicho que no se olvidara
de sumarlo. Y ahora un poco más, porque por lo visto había subido.
Y allí estaba Gonzalo el lechero, con su mejor sonrisa y las quince cántaras, en el mercado mirando a la gente pasar. Que pasaba y pasó, toda la tarde; porque al nuevo
precio con el IVA nadie quiso comprar la leche, como ya se había imaginado, por mucha
sonrisa que pusiera.
Volvió con las quince cántaras, bueno catorce, porque al final Dolores –la tendera-
se había apiadado de él y le había comprado una. Tal vez por su sonrisa, y
porque los dos estaban en edad casadera; y Dolores siempre le compraba. Le
había dado la que tenía el mejor sabor: La de Salerosa.
Dejó las cántaras en la puerta, porque no tenía espacio en la vaquería para una leche que
siempre había vendido. Y subió a su casa a hacer una llamada con cara de
asesino. Porque sabía que Miguel, el del banco, no le daría más tiempo para
devolver el dinero que pidió para arreglar la vaquería, y que cada día se
llevaba la mitad de la leche.
Esa noche se sentó llorando Gonzalo en las cántaras sin vender, mientras el camión se
llevaba a Salerosa. Al matadero. Se iva.