Hace mucho tiempo, en un pueblo no
tan lejano, hubo una gran sequía. Sus habitantes empezaron a desesperarse,
porque no conseguían alimentar a sus hijos con el poco grano que conseguían.
Para colmo de males, existían muchos
ratones que se metían en los sacos y se comían buena parte de lo que producían. Estaban
por todas partes, y se llevaban corruptamente la cosecha sin que nadie
hiciese nada.
Nadie acertaba a comprender el motivo
por el que actuaban con total impunidad, y aunque de vez en cuando alguno era
capturado, parecía que cada vez venían más.
Ante la gravedad de la situación, por
la sequía y los ratones, los habitantes del pueblo se reunieron y dijeron: Haremos
que nos gobierne quien nos libre de la sequía y los ratones.
Se presentó entonces un flautista en
quien nadie se había fijado antes, y les dijo: “No os preocupéis: habéis estado
malamente dirigidos, y además los roedores han proliferado por todos lados. En breve nadie pasará hambre, y los ratones
dejarán de comerse vuestro grano”
El músico cogió entonces su flauta y
empezó a pasear por las calles del pueblo haciendo sonar una hermosa melodía, y
cantando que pronto volvería la prosperidad.
Los alegres vecinos abrían las
ventanas a su paso para saludarle, y algunos colgaban bellos adornos de las
fachadas, atraídos por la dulce canción.
Pero pasó el tiempo y la sequía
continuó, y los ratones aprovecharon las ventanas abiertas y los adornos para entrar
y trepar por ellos, y seguir llevándose el grano.
Los vecinos, desesperados, acudieron
al flautista a quejarse, pero como seguía tocando su bella melodía, no llegaba
a escucharles.
Entonces los habitantes
comenzaron a marcharse del pueblo: unos por el hambre y otros hartos de que lo
poco que tenían se lo llevasen los ratones.
Pero el flautista siguió tocando su
música con más fuerza, contento por haber cumplido su palabra: Ahora, con el
pueblo vacío, nadie pasaba hambre, y los
ratones dejaron de comerse el grano, que ya no se producía.