Nadie
en aquel paraje entendió la construcción del castillo. Decían que para
seguridad de todos, pero allí vivían a diario sólo unos pocos.
Porque ellos siempre habían sido agricultores; de mucho trabajo, escaso trigo y poca vida para disfrutar con la familia. Por eso designaron a algunos para que se ocupasen de los mayores y los que caían víctimas de enfermedades.
Al principio atendieron a esos necesitados en sus casas de agricultores, pero más adelante les pidieron parte del trigo al resto para hacer una más grande: Más conveniente, decían, para atender a todos.
Luego hizo falta más de la cosecha para contentar a los esforzados que se ocupaban del bien común. Era lógico, porque no podían trabajar como los demás, ocupados como estaban en esas tareas en beneficio de todos.
Las
fiestas: las fiestas aumentaron los problemas. Decían que para celebrar la
buena marcha de la atención a los necesitados; pero cuando los habitantes
trabajaban la tierra, empezaron a indignarse con tantas celebraciones. De esos
pocos.
Pero
fue el castillo lo que trajo la desesperación: ¿Para qué lo necesitaban si
antes apenas dedicaban cuatro casas para atender a todos? Allí se iba ahora
buena parte de la cosecha, porque se necesitaba "para el bien común".
Primero fue Martín, que enfermó sin que nadie del castillo viniera a atenderle. Luego Felisa, que envejecía sola en su casucha, mientras oía el ruido de las fiestas allá arriba.
Todo estalló un día que Matías no pudo dar más trigo para mantener el castillo, y se llevaron la mula con que labraba; y una tarde que vio morir a Martín y Felisa. Sola.
Esa noche se vio iluminada, por las antorchas camino del alegre castillo. No eran de festejo, sino de indignación.