Nos hemos reunido, señores
marqueses, condes y heraldos, para el bien de nuestro pueblo.
Ya sé que algunos no me quieren como rumbo, y que incluso después de
diversos escándalos protagonizados por mis allegados dudan de mi guía, pero aquí estoy, con pulso fuerte.
Vengo hoy a insistiros en el camino
que mejorará la vida de nuestras gentes, y nos hará ser de nuevo la envidia de
las naciones cercanas y lejanas; con unas medidas que quiero discutir con
vuecencias.
Dedicaremos parte de nuestro oro a limpiar las calles,
y construir mejores caminos. Haremos que el pueblo ponga flores en las plazas, y candelas
colgadas de las paredes.
Fomentaremos estudios para ver cómo hacer que nuestras gentes tengan salarios que llevar a sus casas, y lleguen a vivir con pan en el cuerpo y paz en el alma.
Pensaremos cómo procurar que los más hábiles
sean ayudados en sus oficios, y hagan viajes de comercio a las
naciones vecinas.
También…
- Perdón, señor.
(Silencio en el salón del
castillo, que se transforma en estupor al ver quién levanta la voz)
- ¿Quién me llama?
- Soy yo, señor, su humilde
servidor y solícito mulero.
- ¡Pardiez!, osado eres alzando tu voz entre tan altos dignatarios.
- Es que, señor, me han gustado
mucho sus propuestas.
(Rumor entre los marqueses, condes
y heraldos).
- Me alegra saber eso de tan avezado servidor.
- Pero una cosa, señor.
- Dígame, mulero.
- Ha dicho que se
arreglarían los caminos, y que los habitantes pondrían flores y encenderían las candelas.
- Así es, mulero.
- Pues no va a poder ser.
(Rostros de sorpresa seguidos de
indignación entre los presentes por el atrevimiento)
- Hirientes palabras diriges a tu señor.
- Es que… Ya no queda nadie: el
que no ha muerto se ha ido; y la desesperación de los que quedan no puede esperar más.
Dedicado al Debate
del Estado de la Nación.